Autoeditar un libro ilustrado es como estar frente a un lienzo en blanco: un universo de posibilidades, pero también una invitación al caos si no sabes por dónde empezar. Déjame contarte una historia que quizás te suene familiar.
Hace unos años, un amigo decidió escribir un libro para niños. Una de esas ideas que nacen en las noches de insomnio, viendo cómo sus hijos no soltaban un cuento que tenía más errores que una tarta hecha sin receta. «Yo puedo hacerlo mejor», pensó. Y vaya si lo hizo… hasta que llegó la hora de autoeditarlo. Ahí comenzó la montaña rusa.
¿Y sabes qué? No es que no supiera escribir. Es que hay un millón de detalles que nadie te cuenta. Yo estoy aquí para contártelos. Porque si algo aprendí de ayudarlo —y de meter las narices en el proceso de otros autores— es que este viaje tiene truco.
Primero, olvídate del perfeccionismo absoluto. Esos primeros borradores son para ensuciar el papel, para sacar todo lo que tienes dentro. Luego, con calma, viene el momento de pulir. La estructura es como el esqueleto del cuerpo: si no está bien armado, todo se tambalea. Asegúrate de que tu historia tiene un comienzo que enganche, un desarrollo que fluya y un final que deje con ganas de más.
¿Y el lenguaje? Ah, ese es un campo minado. Los niños no son tontos, pero tampoco son miniadultos. Hay que encontrar ese equilibrio mágico entre palabras sencillas y un toque de poesía. Un consejo: lee tu texto en voz alta. Si suena natural, estás en buen camino. Si te atragantas, algo falla.
Ahora hablemos de las ilustraciones. Aquí se separan los amateurs de los que quieren jugar en serio. Las imágenes no son decoración, son conarradoras. Cada página debe ser un espectáculo visual que sume a la historia, que cuente lo que las palabras no dicen. Trabaja con un ilustrador que entienda tu visión. Y si tú eres el ilustrador, prepárate para revisarlo mil veces, porque las imágenes tienen que hablar el mismo idioma que tu texto.
Pero no todo es glamour creativo. Llega el momento de la temida maquetación. Aquí es donde muchos pierden los nervios, porque un buen diseño puede elevar tu libro, mientras que uno malo lo entierra. ¿El secreto? Espacio. No atiborres las páginas. Deja respirar al texto y a las imágenes.
Luego están los detalles que dan pereza: correcciones, registros, ISBN, formatos… Sí, lo sé, suena aburrido. Pero déjame decirte que no hay nada más triste que ver un libro con potencial arruinado por errores ortográficos o una maquetación descuidada.
Y cuando por fin lo tienes listo, piensas que ya está todo hecho. Error. Ahí empieza la verdadera batalla: dar a conocer tu libro. Redes sociales, blogs, eventos en bibliotecas… todo cuenta. Porque, ¿de qué sirve crear algo maravilloso si nadie lo lee? (Lo digo tantas veces que hasta yo mismo me aburro).
Te cuento esto no para desanimarte, sino para que sepas que es posible. Autoeditar un libro ilustrado no es fácil, pero tampoco es una misión imposible. Lo importante es que te pongas en marcha, que aprendas en el camino y que disfrutes del proceso, con sus momentos gloriosos y sus días en los que quieras tirar todo a la basura.
P.D.: Si alguna vez sientes que estás a punto de rendirte, recuerda esto: los niños que lean tu historia no van a notar si tardaste semanas en cuadrar un diseño o si la tipografía no es la última tendencia. Pero sí recordarán cómo se sintieron al leerla. Y eso, querido autor, vale todo el esfuerzo del mundo.