Carta a mi yo escritor de hace 20 años

Carta a mi yo escritor de hace 20 años

Querido yo de hace veinte años:

No tienes ni idea de lo que te espera. Y qué suerte. Porque si la tuvieras, si alguien te enseñara la película completa, con todos sus capítulos, capaz que tiras el Mac por la ventana, apagas el Nokia y te haces jardinero en un monasterio budista.

Pero también es verdad que si te lo contaran todo, si te dijeran que ese teclado tan sonoro y esa idea tonta que ahora mismo te avergüenza, ese conocimiento que no valoras… un día va a ser tu empleado más fiel, el más eficiente, el que nunca se queja y que trabaja 24/7 sin pedirte vacaciones, te volverías loco de entusiasmo.

Si supieras la cantidad de veces que vas a sentir que no vales, que eres un impostor, que estás jugando a algo que no entiendes, te harías una bola con la manta y pedirías que no te despierten hasta que pasen los créditos finales. Aunque es cierto que aún no tienes Netflix, ni Disney, ni nada de eso.

Pero no funciona así y esa sensación va a ser tu nueva compañera de piso. Y aún así, vas a seguir. Con ese teclado que suena como si estuvieras rompiendo nueces, un cuaderno lleno de garabatos que ni tú mismo sabes si son ideas o disparates, y esa insistente vocecita que te susurra “sigue”, “vamos”, “ya llegas”.

Esa vocecita, te aviso, será tu mejor amiga y tu peor enemiga a la vez. Es la que te empuja cuando no puedas más y la que te susurra “no sirves para esto” justo después de publicar algo y relajarte. Pero para la oreja y escucha bien: no la calles. Aprende a vivir con ella. Es parte del trato ¿ok?

Te va a doler. Mucho. No el cuerpo, no… ¡el ego! que es peor. Vas a enviar manuscritos a editores que nunca leerán. Vas a recibir silencios que te van a aturdir más que cualquier crítica. Vas a ver a gente mediocre tener éxito mientras tú haces malabares con la luz del escritorio y las dudas de siempre.

Un día, sin avisar, alguien va a decirte: “Lo que escribiste me sirvió”. Y no lo vas a creer. Pensarás que es un error, que ese mensaje no era para ti, que se equivocaron de autor. Pero no. Era para ti.

Y ahí, justo ahí, vas a entender que no escribías «para uno mismo», como tanto decías. Era para ellos.

Pero espera, que aún no te he contado lo mejor: vas a descubrir que puedes vender lo que escribes. Que alguien va a pagar por leer lo que sale de tu cabeza. Te vas a sentir como un estafador al principio, claro. ¿¡Quién soy yo para cobrar por esto!?

Pero lo harás y lo harás muchas veces. Y cada vez que lo hagas, un trozo de ese síndrome de impostor va a caer. No todo. Nunca todo. Pero lo suficiente como para seguir escribiendo, que es lo que te gusta hacer.

Te vas a enamorar de tus personajes, de tus ideas, de tus finales imperfectos, de poder compartir todas esas cosas que a veces ni tú mismo sabías que llevabas dentro. Y vas a llorar. Por lo que escribes y por lo que no puedes escribir aún.

Y un día vas a mirar atrás y pensar: “¡Menos mal que no paré!”.

Así que, escúchame bien, pedazo de inseguro con ínfulas de genio: ¡sigue adelante!

Sigue escribiendo como si nadie te leyera, sigue publicando aunque las ventas sean tan pocas; vendrán tiempos mejores, te lo prometo. Sigue creyendo que esto tiene sentido aunque te sientas tan incomprendido.

Y sobre todo, no olvides esto:

No importa si el día fue una porquería, si a veces sientes que estás escribiendo para nadie o que quieres tirar todo a la basura. Alguien, en algún momento, va a encontrarse con tus palabras y va a sentir que le hablaban a él. Y entonces, ese día,  todo ese caos que parece inútil, va a tener sentido.

Ese día —aunque no lo veas, aunque no te lo digan— te vas a sentir completo, vas a sentirte un escritor. Un escritor no es el que publica, un escritor es el que resiste.

Y tú, lo hiciste, cachafaz.

Te mando un abrazo desde el futuro.

Javier Carbaial

P.D. No sigas tirando esos cuadernos o te vas a arrepentir. Ni aunque estén llenos de ideas raras y te dé vergüenza que alguien lo lea. Lo sé todo. Pero son tu mapa. Un día te reirás de ellos. Se te piantará un lagrimón como los del tango y querrás abrazar a ese tú de hace veinte años que no tenía idea… pero tenía un par de agallas.

¿Tienes una duda? Dímela. Estoy aquí.
No hay preguntas tontas. Lo tonto es quedarse con la espinita clavada.
Prefiero que me escribas hoy a que te arrepientas mañana por no haberlo hecho.
Nada de “ya lo buscaré después”… porque el “después” suele ser nunca.
Preguntar no cuesta nada. Pero quedarse con la duda… eso sí sale caro.

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