Esta pregunta suena a la típica duda existencial que ronda en la mente de alguien que está terminando un manuscrito o tiene un proyecto entre manos: ¿De verdad necesito a un editor o me las puedo arreglar solo?
Te lo voy a poner fácil: claro que puedes editarlo tú. No necesitas un título en Harvard, ni un máster carísimo para hacerlo. Lo que necesitas, de verdad, es invertir tiempo, ganas y estar preparado para sufrir un poquito. Porque editar tu propio texto es como encontrarte en el espejo con la cara de recién levantado: vas a ver cosas que no querías ver.
Aquí viene la parte que nadie te dice: escribir es divertido, editar no tanto. Editar es lo que separa a los valientes de los que se rinden a medio camino. Porque mientras escribir te permite soñar, improvisar y dejar volar tu creatividad, editar es poner orden. Es decirte a ti mismo: “Esto sobra, esto no tiene sentido y esto no sirve, quítalo.”
— ¿Pero cómo voy a quitar esa frase si me llevó una hora escribirla?
— Porque no importa lo que te costó. Importa que funcione.
¿Te duele? Claro. Es como si después de un mes en el gimnasio, tu entrenador te dice: “Ahora empieza lo bueno.” Pero si aguantas, si decides formarte y aprender las reglas de la edición, la cosa cambia. Aprendes a quitar lo que estorba, a pulir lo que brilla y a poner cada palabra donde tiene que estar.
Y ahí sí, empieza la magia.
Te lo digo claro: editar se puede aprender. No es una habilidad reservada para genios o tipos con gafas redondas que corrigen libros en un café hipster. Si inviertes tiempo en aprender a hacerlo, editarás bien. Punto.
¿Tienes que formarte? Sí. No me vengas con que eres autodidacta y que “el arte fluye”. Porque el arte fluye hasta que la gente se aburre y deja de leerte. Aprender edición es como aprender a cocinar. Al principio se te quema todo, pero con práctica terminas haciendo una paella que deja a tus suegros llorando de emoción.
Como te mencioné en el anterior artículo de la serie, cuando termines de escribir, déjalo reposar por unos días. No te precipites. Mételo en un cajón, ciérralo y olvídate de él. Si vuelves a leerlo enseguida, todavía estarás demasiado enamorado de lo que has escrito. No lo verás con claridad, como cuando sales de una fiesta medio eufórico y crees que todo lo que dijiste fue brillante. La distancia te cura de ese espejismo. Te da perspectiva.
Luego, cuando el tiempo haya hecho su trabajo, saca el texto y léelo. Léelo en voz alta. Al principio tal vez te sientas un poco extraño, es cierto. Parecerás un loco hablando solo, pero te juro que funciona. Porque al escuchar las palabras, te das cuenta de lo que antes no veías: dónde tropieza el ritmo, dónde suena hueco, dónde te arrastra el aburrimiento. Escuchar te enseña lo que tus ojos no pueden.
Y aquí viene la parte más dura: hazte las preguntas incómodas. Pregúntate si eso que has escrito realmente tiene sentido o si te has dejado llevar por tu entusiasmo. Pregúntate si a alguien más le importa lo que has puesto ahí, o si solo lo escribiste para darte palmaditas en la espalda. Y, sobre todo, sé brutalmente honesto: ¿Esto me gusta solo a mí? Porque si la respuesta es sí, tienes trabajo por hacer.
La edición es un oficio. Se aprende y se mejora con el tiempo. Si hoy lo haces fatal, no te preocupes, mañana lo harás menos fatal. Y pasado mañana, mejor.
¿Es más rápido contratar a un editor? Sí. Y si tienes el presupuesto, te diría que lo hagas sin pensarlo. Pero si no lo tienes, te queda una opción igual de buena: conviértete tú en ese editor. Entrénate, fórmate y no pares hasta que tu texto sea algo que puedas leer sin sonrojarte.
Porque la verdad es esta: nadie nace sabiendo editar. Pero todo el que invierte tiempo en aprender, puede hacerlo bien.
P.D. – Editar bien es como tener superpoderes. Una vez que lo aprendes, nunca más publicarás a ciegas. ¿Vale la pena invertir el tiempo? Decide tú.
El próximo artículo de esta serie:
¿Cuánto tiempo dedicar a revisar mi manuscrito antes de publicarlo?
No te lo pierdas.