Perdona que empiece así, sin calentar motores y sin anestesia, pero hay mentiras que, si no se arrancan de raíz, terminan por arrasar con todo. Eso de que una mentira mil veces dicha se convierte en verdad es solo una teoría fabricada por mentirosos. Y una de ellas es creer que para vender libros basta con escribir bien.
Que si el libro es bueno, la gente lo encontrará.
Lo siento, pero no. No lo encontrarán. No porque sean malos lectores. Ni porque el mundo esté ciego. Sino porque están distraídos. Atontados. Saturados. Y tú, con tu novela, eres un susurro en medio de una manifestación.
¿Sabes cuántas veces has pasado por un escaparate sin recordar qué viste? Pues eso.
Por eso la Coca‑Cola, que ya la conoce hasta el perro de tu vecina, sigue gastando lo que no está escrito en publicidad. ¡La pregunta del millón! ¿verdad?
Y no, no es exageración mía. Es que llevo años observando esto como un sociópata emocional, mirando cada anuncio como si fuera una señal del universo. Porque lo es. Es el mensaje más poderoso que existe: “estoy aquí, no me olvides”.
Eso es la publicidad: un grito desesperado y elegante para no ser borrado del mapa mental de la gente.
¿Has visto lo de Temu? Esa tienda de cosas absurdamente baratas que todo el mundo empezó a usar de la noche a la mañana. Al principio pensé que era una estafa. Luego, que era una especie de experimento social. Ahora estoy convencido de que es una metáfora viviente del sistema.
Gastaron cantidades obscenas en anuncios. Y funcionó. Entraron en nuestras vidas como si siempre hubieran estado ahí. No lo razonamos. No lo discutimos. Simplemente los aceptamos. Porque la publicidad, bien hecha, no pide permiso. Se instala. Se filtra.
Y cuando dejaron de anunciarse, ¿qué pasó? Silencio. Olvido. Ruido blanco. Como si nunca hubieran existido.
La visibilidad, amigo mío, no es un lujo. Es oxígeno.
Tú escribes un libro y lo lanzas con ilusión. Bien. Pero luego te conviertes en un fantasma querible. Un autor de salón que espera a que el milagro ocurra. Te entiendo, eh. Yo también estuve ahí. Con miedo a parecer pesado. Con miedo al “qué dirán”. Con esa vocecita que susurra: “si el libro es bueno, no hace falta forzarlo”. Pamplinas.
Porque resulta que sí. Que hace falta forzarlo. Empujarlo. Exponerlo. Porque nadie se enamora de lo que no ve. Porque si tú no hablas de tu libro, nadie lo hará. Porque la gente no busca, simplemente tropieza. Y tú tienes que estar ahí cuando tropiecen.
No estás vendiendo humo. Estás ofreciendo algo en lo que crees. ¿Y qué hay más humano que eso?
Esto no va solo de vender. Va de no desaparecer. De sostener tu voz. De plantar una bandera en mitad del ruido y decir: “esto es mío y merece ser escuchado”. Porque si no lo dices tú, ¿quién?
Y no, no es egolatría. Es supervivencia emocional. Querer que te lean no es arrogancia. Es necesidad de conexión.
Es humano.
P.D. Si Coca‑Cola, que ha conquistado medio mundo y parte del otro medio, sigue diciendo “eh, estoy aquí”, tú también deberías. Porque si no lo haces, pronto dejarás de estar. Aunque sigas escribiendo. Aunque sigas soñando. Aunque duela.